La ventana de mis ojos

Espacio de una memoria desajustada.


02 enero, 2014

Las lágrimas de la imaginación del alma.




No está escrito en ningún sitio que la piel quiera ser envenenada, 
ni que prefiera la tinta, a la limpieza original. No está escrito que 
la voluntad tenga derecho a imponerse sobre la naturaleza. Ni que 
las mujeres quieran vivir grabadas en los brazos de unos hombres, 
que tal vez, algún día, no serán suyos. Nadie sabe si es del todo 
lícito imponerse una condena, una marca, un estigma. No está 
escrito que sea justo que el dolor se premie, ni que la moda o el 
adorno o el capricho tengan por qué mezclarse con el alma. No 
hay razón para atarse a un símbolo cuya trascendencia puede ser 
transitoria y su presencia permanente. Nadie nos obliga, ni puede 
obligarnos, a decir para siempre.

Y sin embargo más de una vez lo decimos. Y más de una vez nos 
manchamos la piel, con la tinta de una idea, de un presagio, de 
una certeza, que después se olvida, de un amor que después se 
pierde, o se arruina, de una emoción que creímos duradera, pero 
que al final, por más que nos neguemos a verlo, estaba de paso. Se 
van quedando los días, que ya fueron, en la piel, y al mirar atrás, 
son las marcas las que nos recuerdan aquello que fuimos.

Tal vez en algún momento soñemos con escapar de esta condena, 
porque al querer ser otros, nos condenamos irremediablemente a 
ser lo que ahora somos. Y pesa. ¿Pero acaso no pesan también los 
besos, las palabras que dijimos, el daño que hicimos y el que nos 
hicieron, acaso no pesa también la historia invisible que 
arrastramos?

No sólo existe lo que puede verse, existe también lo que se intuye, 
lo que se promete, lo que se da, existe lo robado y lo que no 
conseguimos robar.

La vida se amontona en los márgenes de la piel señalada y la piel 
señalada, se va convirtiendo en una nota al pie de la página de 
nuestra historia.

¿Qué dicen los versos de amor cuando el amor se ha ido, a quién 
le hablan, qué explican exactamente? ¿De qué o de quién hablan 
las canciones del pasado? ¿Qué fue de la furia, del rencor, del 
entusiasmo, del champán y su resaca? ¿En qué momento nos 
dimos cuenta, de que nada de lo nuestro, era nuestro para 
siempre?

La piel recuerda. Y en la temporada de las lluvias, no se borran 
nunca todos los caminos de vuelta a casa. La piel recuerda un 
tiempo anterior a la tinta, antes de ser señalada, y recuerda, un 
tiempo de soledad, antes de ser amada, aunque a menudo no 
recuerde con precisión el motivo de todo lo sucedido.

Las señales que dejamos nos permiten reconstruir las cosas que 
rompimos. Se avanza a tientas por el pasado, y aunque no todas 
las piezas encajan, y algunas ni aparecen, poco a poco, se 
reconoce un olor, un momento, una noche, o el color de sus ojos. 
Las señales que dejamos en la piel, nos traen algunas de las cosas 
que tuvimos, que fueron nuestras, cuando el tiempo no existía, y 
la memoria no era necesaria.

Porque puede ser que nada se recuerde, pero también puede ser 
que el amor se empeñe en pelear contra el olvido, como un 
boxeador sonado y persistente. Puede ser que los días se 
sobrepongan al rigor de los días, que todo se sume y se amontone, 
que nada se pierda del todo. Y puede ser que la piel quiera 
recordar después de todo, los nombres de las mujeres amadas, y 
las causas de todas las batallas, ganadas, o perdidas, y que los 
pasos en la nieve no se vayan con la nieve. No es imposible, que lo 
que pareció arrogancia o locura termine por dar fé de lo que 
fuimos, y que nuestras manos se llenen, cuando ya no esperemos 
nada, de nuestros pasados y, tal vez, de otros futuros.

No puede descartarse que en algún momento, recuperemos el 
orgullo y el sabor de lo vivido. No puede descartarse que volvamos 
sobre nuestros pasos, que reencontremos el sentido a lo perdido, 
ni debería ser imposible, y seguramente lo sea, que llegado el día, 
volvamos a entender el código cifrado de nuestra piel, el mensaje 
en la botella que lanzamos hace mucho, mucho años.

Puede ser, incluso, que al final del camino, volvamos a hacer las 
paces con el tiempo y empecemos a entender, de nuevo, como 
niños que recuerdan donde escondieron sus tesoros, nuestros 
propios tatuajes.


Ray Loriga  (Lo que la piel no dice)












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