La ventana de mis ojos

Espacio de una memoria desajustada.


18 septiembre, 2013

Las cosas son como son... la vida, es el estado de la mente.



"Mientras no fabriquemos nuestra propia mecha y nuestra 
propia pólvora, mientras no adquiramos una conciencia 
visceral de la necesidad de nuestra propia explosión, de 
nuestro propio fuego, nada será hondo, verdadero, legítimo, 
todo será una simple cáscara, como ahora es cascarita, sólo 
cascarita, nuestra tan voceada democracia"

Mario Benedetti





                                                                                                                                                                

            
          




09 septiembre, 2013

La luna es un globo que se me escapó




"Sería maravilloso poder tirar todos los muebles por la 
ventana y, junto con ellos, todas las reiteraciones sin 
sentido sobre sensaciones físicas, todas las viejas y 
aburridas pautas, y dejar la sala tan desnuda como el 
escenario de un teatro griego, o como esa casa a la que 
descendió la gloria de Pentecostés; dejar el escenario 
desnudo para el juego de las emociones, las grandes y las 
pequeñas, puesto que la insípida amplitud mata de igual 
forma el cuento infantil que la tragedia. Dumas padre 
enunció un gran principio cuando dijo que para crear un
drama un hombre necesitaba una pasión y cuatro paredes."


05 septiembre, 2013

Patio interior de un sueño en "Los Lirios" (1903/2013)





















Soñemos, alma, soñemos

Aprendamos, con lento estudio, a conocer lo que está 
muerto y lo que está vivo en el alma nuestra, en el alma 
española. Aprendámoslo aplicando el oído al palpitar de 
estos enojos que reclaman justicia, equidad, orden, medios 
de existencia. Apliquemos todos los sentidos a la 
observación de los estímulos que apenas nacen se 
convierten en fuerzas, de los desconsuelos que derivan 
lentamente hacia la esperanza, de la gestación que actúa 
en los senos del arte, de la industria, de la ciencia... 
Observemos cómo el pensamiento trata de buscar los 
resortes rudimentarios de la acción, y cómo la acción 
tantea su primer gesto, su primer paso.

Al examinar lo que caducó y lo que germina en el alma 
nuestra, observemos la triste ventaja que da la tradición a 
las ideas y formas de la vieja España. Las diputamos 
muertas, y vemos que no acaban de morirse. Las 
enterramos y se escapan de sus mal cerradas tumbas. 
Cuando menos se piensa, salen por ahí cadáveres que nos 
increpan con voz estertorosa, y arremeten con brío y dureza 
de huesos sin carne contra todo lo que vive, contra lo que 
quiere vivir: defendámonos. Respetando lo que la tradición 
tenga de respetable, rechacemos el espíritu mortuorio que 
en buena parte de la Nación prevalece aún, «dilettantismo» 
del morir y de toda destrucción. Tengamos propósito firme 
de adquirir vida robusta y de creer con todo el vigor y salud 
que podamos. Declaremos que es innoble y fea cosa el vivir 
con media vida, y procuremos arrojar del alma todo resabio 
ascético. Ninguna falta nos hacen sufrimientos ni martirios 
que no vengan de la Naturaleza por ley superior a nuestra 
voluntad. Lo primero que tiene que hacer el alma remozada 
es penetrarse bien de la necesidad de evitar a su cuerpo los 
enflaquecimientos y desmayos producidos por ayunos 
voluntarios o forzosos. Detestamos el frío y la desnudez; 
anhelamos el bienestar, el cómodo arreglo de todas 
nuestras horas, así las de faena como las de descanso. 
Creemos que la pobreza es un mal y una injusticia, y la 
combatiremos dentro de la estricta ley del «tuyo y mío». 
Trabajaremos metódicamente con el despabilado 
pensamiento, o con las manos hábiles, atentos siempre a 
que esta pacienzuda labor nos lleve a poseer cuanto es 
necesario para una vida modesta y feliz, con todo lo que la 
sostiene y vigoriza, con todo lo que la recrea y embellece. 
Opongamos briosamente este propósito al furor de los 
ministros de la muerte nacional, y declaremos que no nos 
matarán aunque descarguen sobre nuestras cabezas los más 
fieros golpes; que no nos acabará tampoco el desprecio 
asfixiante; que no habrá malicia que nos inutilice no rayo 
que nos parta. De todas las especies de muerte que traiga 
contra nosotros el amojamado esperpento de las viejas 
rutinas, resucitaremos.

El pesimismo que la España caduca nos predica para 
prepararnos a un deshonroso morir, ha generalizado una 
idea falsa. La catástrofe del 98 sugiere a muchos la idea de 
un inmenso bajón de la raza y de su energía. No hay tal 
bajón ni cosa que lo valga. Mirando un poco hacia lo 
pasado, veremos que, con catástrofe o sin ella, los últimos 
cincuenta años del siglo anterior marcan un progreso de 
incalculable significación, progreso puramente espiritual 
escondido en la vaguedad de las costumbres. Después del 54 
y del 68, consumadas las revoluciones que sólo alteraban la 
superficie de las cosas, el ser doméstico, digámoslo así, de 
nuestra raza, pobre y ociosa, sin trabajo interior ni política 
internacional, se caracterizaba por la delegación de toda 
vitalidad en manos del Estado. El Estado hacía y deshacía la 
existencia general. La sociedad descansaba en él para el 
sostenimiento de su consistencia orgánica, y el individuo le 
pedía la nutrición, el hogar y hasta la luz. Las clases más 
ilustradas reclamaban y obtenían el socorro del sueldo. 
Había dos noblezas, la de los pergaminos y la de los 
expedientes, y los puestos más altos de la burocracia se 
asimilaban a la grandeza de España. Un socialismo bastardo 
ponía en manos del Estado la distribución de la sopa y los 
garbanzos del pobre, de los manjares trufados del rico. Al 
olor de aquella sopa y de los buenos guisos acudía la 
juventud dorada, la plateada y la de cobre... Pues de 
entonces acá, en el lento correr de los días de la Revolución 
de Septiembre, del reinado de D. Amadeo, de la efímera 
República, de la Restauración y Regencia, se ha 
determinado una transformación radical, que ya vieron los 
despabilados, y ahora empiezan a ver los ciegos. Va siendo 
general la idea de que se puede vivir sin abonarse por medio 
de una credencial a los comederos del Estado: de éste se 
espera muy poco en el sentido de abrir caminos anchos y 
nuevos a los negocios, a la industria y a las artes. El país se 
ha mirado en el espejo de su conciencia, horrorizándose de 
verse compuesto de un rebaño de analfabetos conducido a 
la miseria por otro rebaño de abogados. Del Estado se 
espera cada día menos; cada día más del esfuerzo de las 
colectividades, de la perseverancia y agudeza del individuo. 
Detrás, o más bien debajo de la vida entera del Estado, 
alienta otra vida que remusga y crece, y adquiere savia en 
las capas internas. En cincuenta años, es incalculable el 
número de los que han aprendido a subsistir sin acercar sus 
labios a las que un tiempo fueron lozanas ubres, y hoy 
cuelgan flácidas: los españoles han crecido; comen, ya no 
maman. Aceptamos al Estado como administrador de lo 
nuestro, como regulador de la vida de relación; ya no lo 
queremos como principio vital, ni como fondista y 
posadero, ni menos como nodriza. ¿No es esto un gran 
progreso, el mayor que puede imaginarse?

Debajo de esta corteza del mundo oficial, en la cual 
campan y camparán por mucho tiempo figuras de pura, 
quizás necesaria representación, y la comparsa vistosa de 
políticos profesionales, existe una capa viva, en ignición 
creciente, que es el ser de la nación, realzado, con débil 
empuje todavía, por la virtud de sus propios intentos y 
ambiciones, vida inicial, rudimentaria, pero con un poder 
de crecimiento que pasma. Un día y otro la vemos tirar 
hacia arriba, dejando asomar por diferentes partes la 
variedad y hermosura de sus formas recién creadas. Entre 
estas formas podemos señalar las más próximas: el esfuerzo 
de la ciencia agrícola para sobreponerse a las prácticas 
rutinarias, la flamante industria en pequeñas y grandes 
manifestaciones, el arte que pretende acomodar las formas 
arcaicas al pensar amplio y al sentir generoso; señalamos 
también las más lejanas, que son la libre conciencia, el 
respeto, la disciplina, el orden mismo, la vieja espada que 
los tiempos pasados legan a los futuros. No quiera Dios que 
esta capa de formación nueva en parte somera, en parte 
profunda, suba por súbita erupción. Subirá por alzamientos 
parciales y consecutivos del terreno, sin sacudidas 
violentas, para subsistuir al suelo polvoroso y resquebrajado 
en que tiene su secular asiento en nuestro país.

Entre lo mucho que nos traen las nuevas formaciones de 
terreno, descuellan dos aspiraciones grandes, que han de 
ser las primeras que busquen la encarnación de la realidad. 
Necesitamos instrucción para nuestros entendimientos, y 
agua para nuestros campos. La superficie de esta porción de 
Europa que habitamos no es bella en todas sus partes, y es 
necesario que lo sea. Estimulan al amor las gracias y el 
sonrosado color de un rostro bello. No es fácil que amemos 
a una patria que nos muestra su cuerpo y semblante 
cubiertos de lacras lastimosas, y afeados por la sequedad y 
aspereza de la epidermis. Una nación europea no puede 
ofrecer a las miradas del mundo, en pleno siglo XX, el 
espectáculo de las estepas desnudas que dan idea de la 
ancianidad trémula, pecosa y cubierta de harapos. Preciso 
es desencantar el viejo terruño, dándole con las aguas 
corrientes, la frescura, amenidad y alegría de la juventud: 
preciso es vivificar al tierra, dándole sangre y alma, y 
vistiéndola de las naturales galas de la agricultura. No 
queremos nada que sea imagen del yermo solitario, ni 
tristeza ni sequedad de calaveras mondas. En nombre del 
bienestar público y de la belleza, inundemos las estepas 
áridas. No queremos fealdad en ninguna parte, sino 
hermosura que nos enamore de nuestros campos, para que 
en ellos podamos vivir y gozar de cuanto da la Naturaleza: 
lozanos plantíos, risueños bosques, deliciosas alquerías, 
donde hallemos el ejercicio sano y la paz del alma. Un país 
reconcentrado en poblaciones oscuras y pestilentes, es un 
enfermo de congestión crónica. La vida se estanca, la 
sangre no circula, y el tedio urbano, grave dolencia, 
estimula todos los vicios.

Como el agua a los campos, es necesaria la educación a 
nuestros secos y endurecidos entendimientos. Han dicho 
que no deseamos instruirnos, puesto que no pedimos la 
instrucción con el ansia del hambriento que quiere pan. La 
instrucción no se pide de otro modo que por la voz, o mejor, 
por los signos de la ignorancia. El ignorante es un niño, y el 
niño no pide más que el pecho, si es chiquitín, o los 
juguetes, si es grandullón. Aguardar, para la educación de 
la criatura, a que esta diga «llévenme a la escuela que 
tengo muchas ganas de ser sabio», es fiar nuestros planes a 
la infinita pachorra de la Eternidad. Si así lo hiciéramos 
demostraríamos que los grandes somos tan cerriles como los pequeños.

Procuremos grandes y chicos instruirnos y civilizarnos, 
persiguiendo las tinieblas que el que menos y el que más 
llevan dentro de su caletre. El cerebro español necesita más 
que otro alguno de limpiones enérgicos para que no quede 
huella de las negruras heredadas o adquiridas en la infancia. 
Y al paso que nos instruimos, cuidémonos mucho de no ser 
presumidos ni envidiosos, que el orgullo y el desagrado del 
bien ajeno son dos feísimas excrecencias adheridas a 
nuestro ser, que piden un formidable esfuerzo para ser 
arrancadas y arrojadas al fuego como yerba dañosa. La 
presunción es cosa muy mala, pero todavía que el desprecio 
de nosotros mismos, cuando nos da por creer que somos 
unos bárbaros incapaces de benignos sentimientos, de 
cultura y de vivir en paz unos con otros. Ni esto sirve para 
nada, ni menos el suponernos únicos poseedores de la 
verdad, y los más bonitos, los más agudos que en el mundo 
existen. El odioso remate de estos defectos es la pálida 
envidia, que nos priva del goce de admirar al que por su 
ingenio, por su perseverancia o por otra virtud está más 
alto que nosotros. Seamos modestos, y aprendamos a no 
estirar la pierna de nuestras iniciativas más allá de lo que 
alcanza la sábana de nuestras facultades. Hagamos cada 
cual, dentro de la propia esfera, lo que sepamos y podamos: 
el que pueda mucho, mucho; poquito el que poquito pueda, 
y el que no pueda nada, o casi nada, estése callado y 
circunspecto viendo la labor de los demás. 
Acostumbrémonos a rematar cumplidamente, con plena 
conciencia, todo lo que emprendamos; no dejemos a medias 
lo que reclama el acabamiento de todas sus partes para ser 
un conjunto orgánico, lógico, eficaz, y conservémonos 
dentro de la esfera propia, aunque sea de las secundarias, 
sin intentar colarnos en las superiores, que ya tienen sus 
legítimos ocupantes. Cada cual en su puesto, cada cual en 
su obligación, con el propósito de cumplirla estrictamente, 
será la redención única y posible, poniendo sobre todo, el 
anhelo, la convicción firme de un vivir honrado y dichoso, 
en perfecta concordancia con el bienestar y la honradez de 
los demás.

¿Es esto soñar? ¡Desgraciado el pueblo que no tiene algún 
ensueño constitutivo y crónico, norma para la realidad, 
jalón plantado en las lejanías de su camino!


Benito Pérez Galdós  (Noviembre de 1903)








04 septiembre, 2013

Ubunto (protector solar)



Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, 
como entre sueños. Por eso el mundo es tan confuso.