La ventana de mis ojos

Espacio de una memoria desajustada.


23 octubre, 2012

Voy a dar un pronóstico: puede pasar cualquier cosa




“Los peluqueros me humillan cobrándome la
mitad. Hace unos veinte años, el espejo
delató los primeros claros bajo la melena
encubridora. Hoy me provoca
estremecimientos de horror el luminoso
reflejo de mi calva en vidrieras y ventanas y
ventanillas.
Cada pelo que pierdo, cada uno de los
últimos cabellos, es un compañero que cae,
y que antes de caer ha tenido nombre, o por
lo menos número.
Me consuelo recordando la frase de un
amigo piadoso:
‐ Si el pelo fuera importante, estaría dentro
de la cabeza, y no fuera.
También me consuelo comprobando que en
todos estos años se me ha caído mucho pelo
pero ninguna idea, lo que es una alegría si se
compara con tanto arrepentido que anda
por ahí.”

Eduardo Galeano  (Yo, mutilado capilar)



22 octubre, 2012

Ando - Andas - Anda - Andamos - Andáis - Andan




“Solo quien avance bajo el fardo, más o menos agobiante, 
de sus tinieblas y su sinceridad, bajo el fardo de su verdad 
más honda (la verdad que no se atreve motu proprio ni a 
decirse a sí mismo, esa que a zurriagazos podrán los 
demás imponerle), sólo quien avance bajo su peso íntegro 
y sin disfraz, logrará caminar por el sendero que le llevará 
a sí mismo: el único sendero en que tropieza uno ‐yo 
tropecé‐ con la paz y el amor, la gran virtud y la sonrisa. 
Y encontrará lo que todos febrilmente persiguen sin dar 
jamás con ello: la cristalina fuente de la serenidad y la 
alegría. Una fuente que brota en el mismísimo punto y el  
mismísimo instante en que se logra la aprobación de
uno mismo tal como es, la aprobación de la vida como es, 
la aprobación del mundo.” 


Antonio Gala (Ahora hablaré de mi)






20 octubre, 2012

Guitarreando





Que viva la ciencia, 
Que viva la poesía! 
Que viva siento mi lengua 
Cuando tu lengua está sobre la lengua mía! 
El agua está en el barro, 
El barro en el ladrillo, 
El ladrillo está en la pared 
Y en la pared tu fotografía. 

Es cierto que no hay arte sin emoción, 
Y que no hay precisión sin artesanía. 
Como tampoco hay guitarras sin tecnología. 
Tecnología del nylon para las primas, 
Tecnología del metal para el clavijero. 
La prensa, la gubia y el barniz: 
Las herramientas de un carpintero. 

El cantautor y su computadora, 
El pastor y su afeitadora, 
El despertador que ya está anunciando la aurora, 
Y en el telescopio se demora la última estrella. 
La maquina la hace el hombre... 
Y es lo que el hombre hace con ella. 

El arado, la rueda, el molino, 
La mesa en que apoyo el vaso de vino, 
Las curvas de la montaña rusa, 
La semicorchea y hasta la semifusa, 
El té, los ordenadores y los espejos, 
Los lentes para ver de cerca y de lejos, 
La cucha del perro, la mantequilla, 
La yerba, el mate y la bombilla. 

Estás conmigo, 
Estamos cantando a la sombra de nuestra parra. 
Una canción que dice que uno sólo conserva lo que no amarra. 
Y sin tenerte, te tengo a vos y tengo a mi guitarra. 

Hay tantas cosas 
Yo sólo preciso dos: 
Mi guitarra y vos 
Mi guitarra y vos. 

Hay cines, 
Hay trenes, 
Hay cacerolas, 
Hay fórmulas hasta para describir la espiral de una caracola, 
Hay más: hay tráfico, 
Créditos, 
Cláusulas, 
Salas vip, 
Hay cápsulas hipnóticas y tomografías computarizadas, 
Hay condiciones para la constitución de una sociedad limitada,
Hay biberones y hay obuses, 
Hay tabúes, 
Hay besos, 
Hay hambre y hay sobrepeso, 
Hay curas de sueño y tisanas, 
Hay drogas de diseño y perros adictos a las drogas en las aduanas. 

Hay manos capaces de fabricar herramientas 
Con las que se hacen máquinas para hacer ordenadores 
Que a su vez diseñan máquinas que hacen herramientas 
Para que las use la mano. 

Hay escritas infinitas palabras: 
Zen, gol, bang, rap, Dios, fin... 

Hay tantas cosas 
Yo sólo preciso dos: 
Mi guitarra y vos 
Mi guitarra y vos.

Jorge Drexler   (Guitarra y vos)




17 octubre, 2012

Reseteando el bolsillo




Las personas somos responsables en buena parte de que 
nuestro planeta camine hacia la sostenibilidad o hacia el 
desastre.
La crisis económica mundial es una oportunidad histórica
para la transformación del modelo social actual.










15 octubre, 2012

14 octubre, 2012

El tren de Bianchini






El hombre que nada

Federico Bianchini         

1. 
El viejo nada despacio. Boca arriba. Lento. Muy lento. 
Mueve el brazo derecho, las piernas apenas. Mueve el 
brazo izquierdo. La pileta está casi vacía. En el segundo 
andarivel, solos: el viejo y yo. Él, con su parsimonia. Malla 
negra, antiparras oscuras, bigote finito y canoso. Lo 
conozco. De algún lado lo conozco. Lo paso por el 
costado. Llego al borde de la pileta, giro en el lugar, 
empujo con los pies. Son más de las nueve de la noche de 
un día de semana. Bajo los violentos reflectores del 
histórico club Almagro, me lo cruzo de vuelta. Cambio el 
ritmo: busco coincidir en los descansos de ese hombre que 
nada y no avanza. Trato de confirmar si la cara es la 
misma que aparece en la solapa del libro Restos diurnos. 
Foto en blanco y negro. Varios años menos. Ahora el 
hombre que nada descansa. Está apoyado en la pared del 
sector menos profundo de la pileta. Se saca las 
antiparras. Olor a cloro. Agitado, el viejo resopla con 
fuerza. Murmura.

–Disculpe. ¿Dijo algo? –pregunto.
–No. Hablaba solo.
–¿Usted es Fogwill?
–Sí. Por eso hablo solo.

2.
Dos años y dos meses después de nuestro encuentro casual 
en la pileta, vuelvo a ver a Fogwill en el comedor de su 
casa de Palermo. El hombre que nada tiene casi setenta 
años. Lo trato de usted. Nadie le dice señor. Fogwill es ya 
una marca. Su marca. El apellido le arrebató casi por 
completo el nombre. En la Argentina, si uno habla de 
literatura, dice “Fogwill” sin antecederlo por Rodolfo 
Enrique. Casi nadie recuerda su nombre de pila. De algún 
modo, él promovió este olvido a los 44 años, días antes de 
publicar su séptimo libro, Pájaros de la cabeza, cuando 
vio la futura tapa y decidió, por una cuestión estética, de 
diseño gráfico, truncar su firma. Desde entonces fue solo 
Fogwill. Para ello, este escritor y publicista creó un 
personaje del que pocas veces quiso escapar. Un 
personaje procaz, sincero, hipersexual, polémico. 
Egocéntrico, aunque a veces perdedor. Despiadado pero 
tierno en ocasiones. “Cada escritor tiene su máscara y 
arma su pose. Mi pose es esta: yo siempre aspiro a mentir 
con la verdad. Engañar de que valgo la pena diciendo que 
no valgo la pena”, dice sentado en una silla de diseño. En 
el piso, a su alrededor, hay diarios, ropa, un telescopio, 
discos, botellas vacías y libros. De fondo, suena una ópera 
en alemán. A un costado, un asiento ergonómico, que es 
una especie de tabla sin respaldo. Delante de este 
asiento, la computadora. El monitor cubierto de polvo y 
manchas pegajosas. Junto al teclado, un par de medias. El 
de Fogwill es un departamento de soltero, decorado con 
uno, dos, tres helechos.

Su pose, entonces: un escritor que repite ser malo aunque 
se sabe entre los mejores.

Digresión: en la Argentina, casi nadie tiene la menor idea 
de quién es Fogwill. A pesar de que ganó el Premio 
Nacional de Literatura, de que publicó libros en casi todos 
los géneros –novelas, cuentos, ensayos, poemas–; de que 
fue traducido al francés, alemán, croata y mandarín, 
Fogwill solo es popular en los círculos intelectuales. Más 
allá de lo prolífico del autor, salvo contadas excepciones y 
libros reeditados, como el de sus cuentos completos, si 
uno va a una librería argentina y pide por Fogwill lo más 
probable es no que no encuentre nada. Además de ser un 
escritor de culto, Fogwill es, sin referirse a un estado de 
cansancio ni a una ausencia de ideas, un escritor agotado. 
El hombre que nada es lo que suele conocerse como un 
“escritor de culto”. ¿Qué es un escritor de culto? No tiene 
la menor idea. Cree que, quizá, los que así lo califican 
entiendan por ese concepto a un escritor que vende poco 
y se admira mucho. A uno que tiene escasos lectores, pero 
que compran todos sus libros.

Tal vez, a uno que era un chico, como todos los chicos. Un 
chico consentido, “no con sentido, sino consentido”, el 
hijo único, que escribió su primer poema a los ocho años: 
“A Nuestra Señora de Fátima en la Entronización de Su 
Imagen Divina en la Iglesia de la Inmaculada Concepción 
de Quilmes”. Y en el comedor de su casa de soltero, 
Fogwill sigue diciendo de sí mismo: “el que produjo esta 
mierda que soy ahora, que se permite todos los vicios; el 
tabaco y el chicle, por ejemplo”. Sin embargo, Fogwill 
trata de eludir cualquier referencia a su niñez. Prefiere 
hablar de otra cosa.

En el año en que la Argentina fue sede del mundial de 
futbol, durante la dictadura de Videla, Fogwill, que por 
entonces dirigía una agencia de publicidad, editó su 
primer libro: los poemas de El efecto de realidad. Un año 
después con Mis muertos Punk ganó el premio Coca-Cola 
que, además de plata, incluía la publicación del libro. Sin 
embargo, cuenta que, después de cobrar el cheque y 
sorprendiendo a los editores, se sentó a negociar. “Les 
dije: ‘Este libro vale tanto.’ Ellos querían publicarlo 
gratis, así que decidí no cumplir las condiciones del 
premio, y listo.” Fogwill, su propio personaje, empezó a 
hacerse conocido.

Cuatro años después, durante 72 horas sin dormir, con 
doce gramos de cocaína encima, Fogwill escribió una 
novela –Los Pichiciegos– que figura en los programas de 
letras de todas las universidades del país. La historia 
transcurre en las Islas Malvinas durante la guerra entre la 
Argentina y el Reino Unido, y retrata de forma casi 
premonitoria (la escribió en simultáneo con el conflicto) el 
clima que se vivía en el frente de batalla. “El miedo: el 
miedo no es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos. 
Una cosa es el miedo a algo –a una patrulla que te puede 
cruzar, a una bala perdida–, y otra distinta es el miedo de 
siempre, que está ahí, atrás de todo. El miedo a algo, y el 
miedo al miedo, ese que siempre llevás y que nunca vas a 
poder sacarte desde el momento en que empezó.” Su 
consejo: escribir como se debe. No reprimirse. Saber 
contar lo que no se reprime y atreverse a llegar hasta el 
final, sin que importe lo que digan el portero, la novia, la 
vieja, los amigos o el tipo que nos pasa los tomates.

Hay quienes lo consideran el mejor escritor argentino 
vivo. En ningún momento, aunque escriba en prosa, 
Fogwill deja de ser un poeta. Es un placer leer en voz alta 
sus textos aliterados, cacofónicos, polisémicos. Después 
de escuchar Sobre el arte de la novela, Jorge Luis Borges 
lo definió como un maestro de la elipsis. “Los que le 
leyeron el relato, saltearon las partes pornográficas –
minimiza Fogwill–; la verdad es que era un texto 
repugnante.”

Un amigo dice que el escritor se ocupa, con sorprendente 
dedicación, de que cada uno de nosotros podamos vivir 
nuestra propia “experiencia Fogwill” para luego tener que 
contarla. No es poco común que, al volver de una 
entrevista con él, cualquier cronista encuentre en su 
casilla de correo un e-mail con comentarios o 
pensamientos sobre algún tema de la nota. Un fotógrafo 
dice que a las semanas de un encuentro con él Fogwill lo 
llamó exaltado. Necesitaba, ya, una cámara prestada: su 
vecina se estaba cambiando. La desnudez era inminente.

Un dato que Fogwill se encarga de repetir en cada una de 
sus entrevistas es que siempre evitó vivir de la literatura. 
“Quien depende del mercado está definitivamente 
perdido”, me dice en su casa, sentado en su moderna 
silla, después de desperezarse. Él pudo conseguirlo gracias 
a lo que llama sus oficios. Se recibió de sociólogo y a 
partir de ese momento trabajó, y aún lo hace, en 
marketing, creación de productos, relevamiento de 
marcas y hábitos de consumo. “En idear estrategias para 
llevar a los mercados hacia el interés moralmente 
supremo de quien me paga.” De allí, de esa profesión, 
saca la plata para vivir. “Tengo un nivel de ingreso igual 
que un mediocre escritor de best seller, tipos que ganan 
el premio Alfaguara o el premio Planeta y los traducen a 
diez idiomas.” Para vivir como vive, no necesita vender 
miles de libros, acumular premios importantes, ser 
conocido en todo el mundo. Con ser Fogwill le alcanza.

 Cuando ganó la beca Guggenheim, usó la plata del premio 
para cambiar el auto y comprarles computadoras a sus 
hijos. “Agarré la guita y la rrrrrrrreventé”, casi grita, y 
abre enormes los ojos aceitunados. “Si hoy me dan otra, 
la reviento igual. Uno hace un proyecto y lo tiene que 
cumplir. Pero si no lo cumple, no lo van a retar. No hay 
que rendirle cuentas a nadie.” El proyecto que Fogwill 
presentó para ganarla fue la renovación de su página web 
(“un laburo que se podía hacer en un día”) y la corrección 
de dos libros: “Que después publiqué con un cartelito que 
decía: corregidos con la beca.” Pelo grisáceo, mirada 
profunda, bigote prolijo, Fogwill, el hombre que nada, se 
pregunta: “¿Qué otra cosa iba a hacer?” Cuando habla, se 
apasiona: gesticula, enfatiza sus palabras, mueve las cejas 
histriónico.

El escritor, que admite su pose de engañar que vale la 
pena diciendo que no vale la pena, me dice que de toda su 
producción solo rescata dos o tres poemas buenos. “En un 
país donde debe haber miles y miles de poetas publicando, 
ser uno de los diez que publica cobrando ya es un logro.” 
Hay tres o cuatro poemas que, sabe, no va a poder 
superar en lo que le queda de vida. Versiones sobre el 
mar, “El antes de los monstruitos” y Tras el cristal de la 
pistola de acuario. “Es una cagadita, pero bueno, es lo 
que pude –dice Fogwill–. Yo no sé si Borges, al cabo de su 
vida, pudo estar satisfecho con cinco poemas de él. De él, 
que sabía leer, ¿no? Por ahí la culpa es mía y me 
sobrevaloro por tener una deficiente lectura. Él leía mejor 
que yo, pero yo veo mejor que él. Por ahora”, me sonríe 
con malicia.

Sí: Fogwill no está ciego.

Y no está muerto.

3.
Meses después de la guerra de Malvinas, el hombre que 
nada se enteró de que un amigo suyo, hijo de un capitán 
de marina mercante, estaba preso. Buscó poemas que se 
refirieran al mar. Los coleccionó y se los fue mandando 
por carta, uno a uno. Baudelaire, Mallarmé, Valéry, entre 
otros. Cientos de cartas. Cientos de poemas que, según 
dice, se transformaron, luego, en el origen de su poema 
Versiones sobre el mar. Compactación de todo lo que 
había leído y sentido, puesto al servicio de una ideología.

El mismo mar nos pierde; nos encuentra y nos pierde. 
Tema de las olas: se arman, desobedecen, las crea el 
viento –¿su amor?– y se derrumban para volver a armarse 
con restos de olas anteriores, idénticas. Historia de amor: 
la planicie del mar, el viento que la oprime, y todo se 
levanta para perderse. Y todo tiende a disolverse contra 
una línea de aguas eternas y sol dilapidado llamada mar. 
Mar: abundancia de sinsentido humano.

(Fragmentos del poema Versiones sobre el mar.)

4.
Dos años y cuatro días después del primer encuentro, el 
hombre que nada lleva algo más que la mallita negra que 
tenía en la pileta, aunque sigue respirando con dificultad, 
como si durante la última media hora hubiera nadado sin 
detenerse. Estamos en un bar del barrio de Palermo. 
Antes, Fogwill había ido a la pescadería. Pidió nueve 
filetes de merluza, pidió pan y, luego de piropear a la 
vendedora, también pidió si no le podían guardar un rato 
la compra. Cuando la mujer le preguntó un nombre para 
escribir sobre el envoltorio de papel, Fogwill dijo 
“Quique”. Luego, cruzó la calle hacia la verdulería, 
compró dos tomates grandes, una cabeza de ajo, dos 
plantas de lechuga, cuatro bananas y un kilo de naranjas 
para jugo que, según comentó el empleado del lugar, 
estarían muy sabrosas. Al igual que en el local anterior, el 
escritor, consciente de lo incómodo de sostener los 
paquetes durante el transcurso de nuestra conversación, 
pidió si le podrían cuidar un rato más su bolsita con frutas 
y verduras.

–Tengo que salir con una mina –mintió.

Dos veces por semana, Fogwill, que como buen soltero 
cocina lo que come, hace asado. Una vez por semana, 
pescado; todos los días: fideos. Al mediodía y a la noche. 
No se cansa de las pastas. Sin embargo, en este bar de 
Palermo, lejos de pensar en el menú de la cena, a lo largo 
de nuestra conversación que durará cerca de dos horas, 
Fogwill interrumpirá sus dichos para comentar las piernas 
de la mujer que acaba de pasar. Me indicará que observe 
a aquella increíble adolescente de la esquina o se quedará 
callado con la mirada fija en una colegiala junto al 
semáforo como si mentalmente quisiera sumergirse debajo 
de la pollera a cuadros.

Pero eso será más adelante: ahora mismo me dice que 
nunca decidió ser escritor. Que habría preferido ser rico, 
pero intentó y no le salió y que cuando acumuló un poco 
de obra lo calificaron de escritor. A los veinticinco años 
escribía doce horas por día. Informes, campañas de 
publicidad, guiones de cine y discursos políticos. Luego, 
siguió con poesía y ficción. Una de las claves para poder 
escribir bien, dice Fogwill, es poder mentirse y mentir a 
los otros.

–Hay gente que escribe pero no puede desdoblarse. No 
puede producir una voz que no sea la suya. Escribir no es 
un acto de habla natural, sino un acto de simulación –
dice, y corre la mano para que el mozo apoye el cortado y 
el café con leche sobre la mesa–. Si no tenés un 
personaje, no podés escribir. Porque lo hacés en un 
registro monocorde y no sería tolerable. En la actuación 
es igual.

Y Fogwill tiene su personaje. Un personaje que 
desaparece cuando el escritor habla de literatura. Allí, se 
pone serio, fija la vista, mueve la taza del café, medita 
unos segundos y, solo entonces, opina. Como si durante 
esos instantes toda su libido estuviese puesta en eso que 
rodea al hecho literario. Basta que su interlocutor deje de 
mirarlo o se distraiga un momento para que él vuelva y 
suelte una frase que hace que uno, inevitablemente, ría a 
carcajadas.

A pesar de que disfruta escribiendo, “como disfrutaría 
diseñando autos”, Fogwill piensa que la de los escritores 
es una carrera de fracaso. “Miremos el siglo xx, tomemos 
a diez que nos parezcan los mejores. Pensá dónde 
terminaron Vargas Llosa y García ‘Marketing’, por 
ejemplo. Vargas Llosa está en la plenitud de sus 
facultades pero no le salen libros como antes. Y él 
escribió aquellos libros –hablo de La ciudad y los perros o 
Conversación en La Catedral, que eran realmente obras 
maestras– creyendo que siempre iba a ser tan innovador, 
tan genial. Nadie lo es. Uno agota su fuente. Cuanto más 
triunfa un escritor, más fracasa en tanto productor de sí 
mismo.” Es su propia derrota, asumida, pero 
transformada en herramienta de promoción. Fogwill no va 
a hacer una obra maestra. Lo acepta. Ni quiere.

Lo sabe: ya las hizo.

5.
Si bien Fogwill tuvo épocas de introspección (durante doce 
años no dio entrevistas porque le daba asco el sistema de 
medios), alguna vez se definió como “una máquina de 
hacerse prensa”. Siempre que puede, y puede bastante, 
lanza un comentario provocador, una chicana, un desafío 
a ver si alguien levanta el guante y se produce un debate 
que lo coloque en el centro de la escena o, al menos, en 
la columna de algún suplemento cultural. Fogwill es su 
propio personaje. “Aplico el carácter teatral en todo lo 
que es la participación del artista (el escritor en mi caso) 
en la comunicación”, me dice antes de darle un sorbo a su 
cortado. Con su estrategia, dice aprovechar una época en 
la que la comunicación se subordina al consumo, al 
intercambio económico. “En el caso de los imbéciles, los 
efectos de esta subordinación producen mucha más 
hipocresía. Porque hay escritores que se creen 
importantes por viajar, por ganar una beca o ser jurados 
de un concurso.” A corto plazo, dice el escritor, esto 
rinde muchos beneficios. “Pero, como alguien decía en un 
blog: son gente que se cree arriba de un caballo, sin darse 
cuenta de que está sentada sobre un poni con sueño.” 
Fogwill habla con ternura, piensa unos segundos, repite: 
sobre un poni con sueño. Y sonríe.

Fogwill lee blogs. Y no solo eso. Tiene un ejercicio 
matutino que consiste en entrar a internet, ir a la página 
de Google, tipear su apellido y verificar el número de 
menciones. Después, abre los links que cree interesantes. 
Hoy Fogwill aparece unas sesenta veces. “Es muchísimo”, 
dice sin ganas. En ocasiones contesta, pero no siempre. 
Solamente cuando le entran ganas de burlarse de los que 
lo nombraron.

7.
–Disculpe. ¿Me dijo algo?
–No. Hablaba solo.
–¿Usted es Fogwill?
–Sí. Por eso hablo solo.

Fogwill se sumerge y nada, lento, hacia el otro extremo 
de la pileta.

Al rato, ambos descansamos en la parte menos profunda.

–¿Comiste un caramelo rojo? –dice.
–¿Eh?
–No importa…
–Comí un caramelo de frutilla –digo, sin entender cómo se 
habrá dado cuenta.
–En el aire hay olor a acidulante de frutilla, o de 
frambuesa –me dice–. Debe ser tu transpiración.

Fogwill se sumerge de nuevo. Nada unos largos y sale de 
la pileta.

Vuelvo a encontrarlo en el vestuario.

El hombre que nada canta a gritos una ópera en italiano.

Un pelado que se seca con una toalla rosa lo mira con 
desconfianza. Hay olor a encierro, a cloro, a humedad. 
Ruido del agua de las duchas. El tipo que guarda los bolsos 
detrás de un mostrador lo ignora. Seguro debe conocerlo. 
Fogwill me ve y comienza el soliloquio.


–Estaba pensando en algo que me hiciste acordar. Por lo 
de los olores. El otro día me estaba cogiendo una mina. 
Una flaca, azafata. Le estaba chupando la concha.


El pelado de la toalla rosa nos mira. El que guarda los 
bolsos, ahora, también presta atención aunque discreto, 
haciéndose el que no escucha.

–En un momento, en medio del acto, le pregunto: ¿comiste 
cilantro? La piba no entendía nada. No sabía qué era el 
cilantro. Me dice que no había cenado. Que por ir y venir, 
por los viajes, solo había estado picando boludeces. Vos 
sabés lo que es el cilantro, ¿no?

Fogwill no espera mi respuesta.

Empiezo a reírme, y el pelado de la toalla rosa también se 
ríe, y el tipo que guarda los bolsos detrás del mostrador 
no puede disimular la sonrisa.

Fogwill, en estado puro.

–¿Ves? Yo a una mina le chupo la concha y puedo decirte 
qué comió el día anterior.

Ahora el hombre que nada se ríe a carcajadas.

Días después, releo su cuento “La chica de tul de la mesa 
de enfrente”: descubro los personajes, el hincapié en los 
olores. El fragmento: “Beso largo. Tierno y sensual, sabor 
a pepinos, café, torta de ciruela. Su perfume era 
delicado: fue necesario el beso para percibirlo a fondo. Y 
todavía lo recuerdo.”

8.
Sentado en la silla del bar Delicity, junto a la ventana que 
da a la calle, Fogwill respira por la boca. Da grandes 
bocanadas, igual que los peces cuando los sacan del agua. 
En el bolsillo derecho del pantalón lleva un 
broncodilatador. Tiene un enfisema pulmonar y, por eso, 
respira con dificultad. Por eso, también, necesita nadar 
dos kilómetros por día. Setenta y dos horas sin ir a la 
pileta le destrozan el sistema respiratorio. Si no va, dice, 
hasta pierde el olfato.

En el gimnasio, el hombre que nada prefiere caminar en la 
cinta. Para no aburrirse lleva el iPod, y mientras hace 
ejercicio escucha poemas. De Eliot, Pessoa y de Borges 
leídos por él mismo. Y los sonetos de Shakespeare. Al 
nadar, Fogwill se concentra en el sonido del agua. 
Escucha y se da cuenta de si está salpicando. Su objetivo 
es hacer el largo en dieciocho brazadas. A veces no 
puede. Suele haber dos causas: le falta el aire o no le 
responde el corazón.

El corazón no es lo único que a veces falla. Con la edad, 
Fogwill también perdió la memoria espacial de corto 
plazo. Si está sentado frente a una mesa y pone el salero 
a la derecha, y luego cierra los ojos y quiere agarrarlo, 
estira la mano hacia la izquierda. “El adelante se vuelve 
atrás. La derecha se vuelve izquierda. Es degradación 
neurológica”, dice. Y, serio, no descarta que la nicotina y 
la droga hayan lesionado esa zona.

Fogwill se arrepiente de algunas cosas. Por ejemplo, del 
tabaquismo. También de las horas perdidas. “Si pudiera 
volver atrás, ni probaría la cocaína. Pero, quién sabe, no 
sería tal como soy, así que por las dudas no voy a volver 
para atrás.” Fogwill, quizá, producto de las drogas. 
Fogwill, sobre todo, producto de sí mismo.

Durante los años previos y la dictadura militar, la cocaína 
fue su anestesia para escapar al horror. Fogwill había sido 
trotskista y temía que lo hicieran desaparecer. Durante 
meses, los militares tuvieron secuestrado a un vecino suyo 
a quien confundieron con él. “Vivía como anestesiado. Y 
además, la droga fue un estimulante para la 
hiperactividad que tenía: gastaba miles de dólares 
mensuales en viajes de trabajo.” Lo dice con la voz 
neutra, como si todo esto le hubiese sucedido a otra 
persona.

En ese estado, Fogwill escribía. Tiene textos, relatos, 
pedazos de novelas redactados bajo los efectos de la 
droga que, me dice, son más o menos iguales a los que 
producía sobrio. “Lo que pasa es que con la cocaína yo 
podía estar 48 horas sin dormir. Durante ese tiempo uno 
conserva la memoria del espacio en el que está 
concentrado y no le importa absolutamente nada.” 
Fogwill se refiere a permanecer a salvo de los peligros de 
afuera, como el teléfono y lo demás. Y a esa acumulación 
de concentración que, según él, puede ser muy útil, 
aunque a veces también puede llevarlo a uno a perder el 
sentido crítico.

Ahora al hombre que nada le cuesta concentrarse. Nunca 
tiene más de una hora y media para escribir. Por los 
horarios del club, los horarios del trabajo, los de la 
cocina, los de sus hijos: tiene cinco cuyas edades van de 
los diez a los cuarenta años. No es igual la relación con los 
más chicos, que se la pasan sacándole plata, que con el 
mayor, que es rico, y al que, según Fogwill, él le saca 
plata.

A pesar de sus problemas físicos, Fogwill no le tiene miedo 
a la muerte: a su muerte. Me explica lo que se siente 
durante un broncoespasmo. Simula: abre grande los ojos y 
la boca. Deja de respirar. Se le empieza a enrojecer la 
cara y me dice en voz baja: “El aire se vuelve vidrio. Lo 
sentís como sólido. No entra ni sale. Cualquier intento por 
hacer fuerza con los brazos, o piernas, cualquier consumo 
de energía, incluso el angustiarte, te aumenta el ritmo 
cardíaco a una velocidad impresionante. Sentís que te vas 
a morir.” Le pasa dos o tres veces por año. La única 
solución sería un transplante de pulmón. Pero no es su 
estilo. “No soportaría un cadáver adentro. Ni el de Eva 
Perón. Ni el de una chica de catorce años en la cama 
entibiada –dice con mirada cómplice–. No. Cadáveres no. 
Por una cuestión ética.” El hombre que nada se pone 
serio.

–Si aceptamos los trasplantes, vamos a terminar 
aceptando los trasplantes involuntarios. Elegir el tipo 
justo para tener su corazón, sus pulmones o su hígado.
–¿Usted moriría por ética?
–Creo que sí. Sí. “La ética es la estética del porvenir”, 
decía Lenin.

Se queda pensando unos segundos. Luego, sonríe, señala a 
una adolescente rubia que, en la esquina, está por cruzar 
la calle y dice:

–Estética. Eso es estética.

9.
Un viernes a la noche, dos años y cinco meses después de 
nuestro encuentro, entro al natatorio: Fogwill sumergido 
en el segundo andarivel. Estilo mariposa. Amplia brazada, 
inmersión. Amplia brazada. Lleva antiparras. La malla 
negra. Debe estar concentrado en si salpica al sumergirse, 
en el sonido del agua. El escritor que se oye sumergido, el 
que pierde el aliento cuando nada, como si recrease el 
poema de Héctor Viel Témperley, uno de sus poetas 
preferidos, una y otra vez, con sus brazadas.

Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada.
Tuyo es mi cuerpo, que hasta en las más bajas
aguas de los arroyos
se sostiene vibrante,
como en medio del aire.
[...]
Soy el nadador, Señor, sólo el hombre que nada.
Gracias doy a tus aguas porque en ellas
mis brazos todavía
hacen ruido de alas.

El hombre que nada, tratando de conseguir aire, 
resoplaba.

Fue la última vez que lo vi.