A medida que progresa esta crónica trivial, empiezo a
darme cuenta de que el escribir es algo extremadamente
duro. En mi juventud escribí muchos artículos
supuestamente cómicos para revistas y diarios, pero llenar
las páginas suficientes para hacer un libro constituye una
experiencia nueva para mí. Solía jugar diariamente al
golf, y muy mal por cierto, daba largos paseos con
costosos caniches comidos por las pulgas e incluso a veces
montaba a caballo. Me parece que ahora no hago más que
escribir. Y quienquiera que haya escrito sabe que para
escribir se necesita pensar. Y todo el mundo sabe que el
pensar constituye la manera más desagradable de pasar el
día. Pero yo sigo adelante. He de decir que el tema de
este libro nunca me ha parecido de los más atractivos del
mundo. Ahora sólo siento curiosidad por saber si tengo la
energía y la fuerza de voluntad necesarios para llegar
hasta el final.
Hace algún tiempo leí Balzac, de Stefan Zweig. La única
manera en que Balzac podía resistir su vida de escritor era
haciendo que su
criado lo encadenase a la cama por la
noche y lo soltara por la mañana. Para
mantenerse
despierto, bebía de veinte a treinta tazas de café diarias.
La
bencedrina y los otros estimulantes poderosos aún no
habían sido descubiertos.
Finalmente, murió de
envenenamiento por cafeína. Esto tiene un nombre
científico, pero no recuerdo cuál es y no voy a telefonear
a mi médico para
preguntárselo. Si lo hiciese, me cobraría
la visita.
Groucho Marx (Groucho y yo)
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