El hombre que nada
1.
El viejo nada despacio. Boca arriba. Lento. Muy lento.
Mueve
el brazo derecho, las piernas apenas. Mueve el
brazo izquierdo. La pileta está
casi vacía. En el segundo
andarivel, solos: el viejo y yo. Él, con su
parsimonia. Malla
negra, antiparras oscuras, bigote finito y canoso. Lo
conozco. De algún lado lo conozco. Lo paso por el
costado. Llego al borde de la
pileta, giro en el lugar,
empujo con los pies. Son más de las nueve de la noche
de
un día de semana. Bajo los violentos reflectores del
histórico club Almagro,
me lo cruzo de vuelta. Cambio el
ritmo: busco coincidir en los descansos de ese
hombre que
nada y no avanza. Trato de confirmar si la cara es la
misma que
aparece en la solapa del libro Restos diurnos.
Foto en blanco y negro. Varios
años menos. Ahora el
hombre que nada descansa. Está apoyado en la pared del
sector menos profundo de la pileta. Se saca las
antiparras. Olor a cloro. Agitado,
el viejo resopla con
fuerza. Murmura.
–Disculpe. ¿Dijo algo? –pregunto.
–No. Hablaba solo.
–Sí. Por eso hablo solo.
2.
Dos años y dos meses después de nuestro encuentro casual
en
la pileta, vuelvo a ver a Fogwill en el comedor de su
casa de Palermo. El
hombre que nada tiene casi setenta
años. Lo trato de usted. Nadie le dice
señor. Fogwill es ya
una marca. Su marca. El apellido le arrebató casi por
completo el nombre. En la Argentina, si uno habla de
literatura, dice “Fogwill”
sin antecederlo por Rodolfo
Enrique. Casi nadie recuerda su nombre de pila. De
algún
modo, él promovió este olvido a los 44 años, días antes de
publicar su
séptimo libro, Pájaros de la cabeza, cuando
vio la futura tapa y decidió, por
una cuestión estética, de
diseño gráfico, truncar su firma. Desde entonces fue
solo
Fogwill. Para ello, este escritor y publicista creó un
personaje del que
pocas veces quiso escapar. Un
personaje procaz, sincero, hipersexual, polémico.
Egocéntrico, aunque a veces perdedor. Despiadado pero
tierno en ocasiones.
“Cada escritor tiene su máscara y
arma su pose. Mi pose es esta: yo siempre
aspiro a mentir
con la verdad. Engañar de que valgo la pena diciendo que
no
valgo la pena”, dice sentado en una silla de diseño. En
el piso, a su alrededor,
hay diarios, ropa, un telescopio,
discos, botellas vacías y libros. De fondo,
suena una ópera
en alemán. A un costado, un asiento ergonómico, que es
una
especie de tabla sin respaldo. Delante de este
asiento, la computadora. El
monitor cubierto de polvo y
manchas pegajosas. Junto al teclado, un par de
medias. El
de Fogwill es un departamento de soltero, decorado con
uno, dos,
tres helechos.
Su pose, entonces: un escritor que repite ser malo aunque
se
sabe entre los mejores.
Digresión: en la Argentina, casi nadie tiene la menor idea
de quién es Fogwill. A pesar de que ganó el Premio
Nacional de Literatura, de
que publicó libros en casi todos
los géneros –novelas, cuentos, ensayos,
poemas–; de que
fue traducido al francés, alemán, croata y mandarín,
Fogwill
solo es popular en los círculos intelectuales. Más
allá de lo prolífico del
autor, salvo contadas excepciones y
libros reeditados, como el de sus cuentos
completos, si
uno va a una librería argentina y pide por Fogwill lo más
probable es no que no encuentre nada. Además de ser un
escritor de culto,
Fogwill es, sin referirse a un estado de
cansancio ni a una ausencia de ideas,
un escritor agotado.
El hombre que nada es lo que suele conocerse como un
“escritor de culto”. ¿Qué es un escritor de culto? No tiene
la menor idea. Cree
que, quizá, los que así lo califican
entiendan por ese concepto a un escritor
que vende poco
y se admira mucho. A uno que tiene escasos lectores, pero
que
compran todos sus libros.
Tal vez, a uno que era un chico, como todos los chicos. Un
chico consentido, “no con sentido, sino consentido”, el
hijo único, que
escribió su primer poema a los ocho años:
“A Nuestra Señora de Fátima en la
Entronización de Su
Imagen Divina en la Iglesia de la Inmaculada Concepción
de
Quilmes”. Y en el comedor de su casa de soltero,
Fogwill sigue diciendo de sí
mismo: “el que produjo esta
mierda que soy ahora, que se permite todos los
vicios; el
tabaco y el chicle, por ejemplo”. Sin embargo, Fogwill
trata de
eludir cualquier referencia a su niñez. Prefiere
hablar de otra cosa.
En el año en que la Argentina fue sede del mundial de
futbol, durante la dictadura de Videla, Fogwill, que por
entonces dirigía una
agencia de publicidad, editó su
primer libro: los poemas de El efecto de
realidad. Un año
después con Mis muertos Punk ganó el premio Coca-Cola
que,
además de plata, incluía la publicación del libro. Sin
embargo, cuenta que,
después de cobrar el cheque y
sorprendiendo a los editores, se sentó a
negociar. “Les
dije: ‘Este libro vale tanto.’ Ellos querían publicarlo
gratis,
así que decidí no cumplir las condiciones del
premio, y listo.” Fogwill, su
propio personaje, empezó a
hacerse conocido.
Cuatro años después, durante 72 horas sin dormir, con
doce
gramos de cocaína encima, Fogwill escribió una
novela –Los Pichiciegos– que
figura en los programas de
letras de todas las universidades del país. La
historia
transcurre en las Islas Malvinas durante la guerra entre la
Argentina
y el Reino Unido, y retrata de forma casi
premonitoria (la escribió en
simultáneo con el conflicto) el
clima que se vivía en el frente de batalla. “El
miedo: el
miedo no es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos.
Una cosa es
el miedo a algo –a una patrulla que te puede
cruzar, a una bala perdida–, y
otra distinta es el miedo de
siempre, que está ahí, atrás de todo. El miedo a
algo, y el
miedo al miedo, ese que siempre llevás y que nunca vas a
poder
sacarte desde el momento en que empezó.” Su
consejo: escribir como se debe. No
reprimirse. Saber
contar lo que no se reprime y atreverse a llegar hasta el
final, sin que importe lo que digan el portero, la novia, la
vieja, los amigos
o el tipo que nos pasa los tomates.
Hay quienes lo consideran el mejor escritor argentino
vivo.
En ningún momento, aunque escriba en prosa,
Fogwill deja de ser un poeta. Es un
placer leer en voz alta
sus textos aliterados, cacofónicos, polisémicos.
Después
de escuchar Sobre el arte de la novela, Jorge Luis Borges
lo definió
como un maestro de la elipsis. “Los que le
leyeron el relato, saltearon las
partes pornográficas –
minimiza Fogwill–; la verdad es que era un texto
repugnante.”
Un amigo dice que el escritor se ocupa, con sorprendente
dedicación, de que cada uno de nosotros podamos vivir
nuestra propia
“experiencia Fogwill” para luego tener que
contarla. No es poco común que, al
volver de una
entrevista con él, cualquier cronista encuentre en su
casilla de
correo un e-mail con comentarios o
pensamientos sobre algún tema de la nota. Un
fotógrafo
dice que a las semanas de un encuentro con él Fogwill lo
llamó
exaltado. Necesitaba, ya, una cámara prestada: su
vecina se estaba cambiando.
La desnudez era inminente.
Un dato que Fogwill se encarga de repetir en cada una de
sus
entrevistas es que siempre evitó vivir de la literatura.
“Quien depende del
mercado está definitivamente
perdido”, me dice en su casa, sentado en su
moderna
silla, después de desperezarse. Él pudo conseguirlo gracias
a lo que
llama sus oficios. Se recibió de sociólogo y a
partir de ese momento trabajó, y
aún lo hace, en
marketing, creación de productos, relevamiento de
marcas y
hábitos de consumo. “En idear estrategias para
llevar a los mercados hacia el
interés moralmente
supremo de quien me paga.” De allí, de esa profesión,
saca
la plata para vivir. “Tengo un nivel de ingreso igual
que un mediocre escritor
de best seller, tipos que ganan
el premio Alfaguara o el premio Planeta y los
traducen a
diez idiomas.” Para vivir como vive, no necesita vender
miles de
libros, acumular premios importantes, ser
conocido en todo el mundo. Con ser
Fogwill le alcanza.
Cuando ganó la beca Guggenheim, usó la plata del premio
para
cambiar el auto y comprarles computadoras a sus
hijos. “Agarré la guita y la
rrrrrrrreventé”, casi grita, y
abre enormes los ojos aceitunados. “Si hoy me
dan otra,
la reviento igual. Uno hace un proyecto y lo tiene que
cumplir. Pero
si no lo cumple, no lo van a retar. No hay
que rendirle cuentas a nadie.” El
proyecto que Fogwill
presentó para ganarla fue la renovación de su página web
(“un laburo que se podía hacer en un día”) y la corrección
de dos libros: “Que después
publiqué con un cartelito que
decía: corregidos con la beca.” Pelo grisáceo,
mirada
profunda, bigote prolijo, Fogwill, el hombre que nada, se
pregunta:
“¿Qué otra cosa iba a hacer?” Cuando habla, se
apasiona: gesticula, enfatiza
sus palabras, mueve las cejas
histriónico.
El escritor, que admite su pose de engañar que vale la
pena
diciendo que no vale la pena, me dice que de toda su
producción solo rescata
dos o tres poemas buenos. “En un
país donde debe haber miles y miles de poetas
publicando,
ser uno de los diez que publica cobrando ya es un logro.”
Hay tres
o cuatro poemas que, sabe, no va a poder
superar en lo que le queda de vida.
Versiones sobre el
mar, “El antes de los monstruitos” y Tras el cristal de la
pistola de acuario. “Es una cagadita, pero bueno, es lo
que pude –dice
Fogwill–. Yo no sé si Borges, al cabo de su
vida, pudo estar satisfecho con
cinco poemas de él. De él,
que sabía leer, ¿no? Por ahí la culpa es mía y me
sobrevaloro por tener una deficiente lectura. Él leía mejor
que yo, pero yo veo
mejor que él. Por ahora”, me sonríe
con malicia.
Sí: Fogwill no está ciego.
Y no está muerto.
3.
Meses después de la guerra de Malvinas, el hombre que
nada
se enteró de que un amigo suyo, hijo de un capitán
de marina mercante, estaba
preso. Buscó poemas que se
refirieran al mar. Los coleccionó y se los fue
mandando
por carta, uno a uno. Baudelaire, Mallarmé, Valéry, entre
otros.
Cientos de cartas. Cientos de poemas que, según
dice, se transformaron, luego,
en el origen de su poema
Versiones sobre el mar. Compactación de todo lo que
había leído y sentido, puesto al servicio de una ideología.
El mismo mar nos pierde; nos encuentra y nos pierde.
Tema de
las olas: se arman, desobedecen, las crea el
viento –¿su amor?– y se derrumban
para volver a armarse
con restos de olas anteriores, idénticas. Historia de
amor:
la planicie del mar, el viento que la oprime, y todo se
levanta para
perderse. Y todo tiende a disolverse contra
una línea de aguas eternas y sol
dilapidado llamada mar.
Mar: abundancia de sinsentido humano.
(Fragmentos del poema Versiones sobre el mar.)
4.
Dos años y cuatro días después del primer encuentro, el
hombre que nada lleva algo más que la mallita negra que
tenía en la pileta,
aunque sigue respirando con dificultad,
como si durante la última media hora
hubiera nadado sin
detenerse. Estamos en un bar del barrio de Palermo.
Antes,
Fogwill había ido a la pescadería. Pidió nueve
filetes de merluza, pidió pan y,
luego de piropear a la
vendedora, también pidió si no le podían guardar un rato
la compra. Cuando la mujer le preguntó un nombre para
escribir sobre el
envoltorio de papel, Fogwill dijo
“Quique”. Luego, cruzó la calle hacia la
verdulería,
compró dos tomates grandes, una cabeza de ajo, dos
plantas de
lechuga, cuatro bananas y un kilo de naranjas
para jugo que, según comentó el
empleado del lugar,
estarían muy sabrosas. Al igual que en el local anterior,
el
escritor, consciente de lo incómodo de sostener los
paquetes durante el
transcurso de nuestra conversación,
pidió si le podrían cuidar un rato más su
bolsita con frutas
y verduras.
–Tengo que salir con una mina –mintió.
Dos veces por semana, Fogwill, que como buen soltero
cocina
lo que come, hace asado. Una vez por semana,
pescado; todos los días: fideos.
Al mediodía y a la noche.
No se cansa de las pastas. Sin embargo, en este bar
de
Palermo, lejos de pensar en el menú de la cena, a lo largo
de nuestra
conversación que durará cerca de dos horas,
Fogwill interrumpirá sus dichos
para comentar las piernas
de la mujer que acaba de pasar. Me indicará que
observe
a aquella increíble adolescente de la esquina o se quedará
callado con
la mirada fija en una colegiala junto al
semáforo como si mentalmente quisiera
sumergirse debajo
de la pollera a cuadros.
Pero eso será más adelante: ahora mismo me dice que
nunca
decidió ser escritor. Que habría preferido ser rico,
pero intentó y no le salió
y que cuando acumuló un poco
de obra lo calificaron de escritor. A los
veinticinco años
escribía doce horas por día. Informes, campañas de
publicidad,
guiones de cine y discursos políticos. Luego,
siguió con poesía y ficción. Una
de las claves para poder
escribir bien, dice Fogwill, es poder mentirse y
mentir a
los otros.
–Hay gente que escribe pero no puede desdoblarse. No
puede
producir una voz que no sea la suya. Escribir no es
un acto de habla natural,
sino un acto de simulación –
dice, y corre la mano para que el mozo apoye el
cortado y
el café con leche sobre la mesa–. Si no tenés un
personaje, no podés
escribir. Porque lo hacés en un
registro monocorde y no sería tolerable. En la
actuación
es igual.
Y Fogwill tiene su personaje. Un personaje que
desaparece
cuando el escritor habla de literatura. Allí, se
pone serio, fija la vista,
mueve la taza del café, medita
unos segundos y, solo entonces, opina. Como si
durante
esos instantes toda su libido estuviese puesta en eso que
rodea al
hecho literario. Basta que su interlocutor deje de
mirarlo o se distraiga un
momento para que él vuelva y
suelte una frase que hace que uno,
inevitablemente, ría a
carcajadas.
A pesar de que disfruta escribiendo, “como disfrutaría
diseñando autos”, Fogwill piensa que la de los escritores
es una carrera de
fracaso. “Miremos el siglo xx, tomemos
a diez que nos parezcan los mejores.
Pensá dónde
terminaron Vargas Llosa y García ‘Marketing’, por
ejemplo. Vargas
Llosa está en la plenitud de sus
facultades pero no le salen libros como antes.
Y él
escribió aquellos libros –hablo de La ciudad y los perros o
Conversación
en La Catedral, que eran realmente obras
maestras– creyendo que siempre iba a
ser tan innovador,
tan genial. Nadie lo es. Uno agota su fuente. Cuanto más
triunfa
un escritor, más fracasa en tanto productor de sí
mismo.” Es su propia derrota,
asumida, pero
transformada en herramienta de promoción. Fogwill no va
a hacer
una obra maestra. Lo acepta. Ni quiere.
Lo sabe: ya las hizo.
5.
Si bien Fogwill tuvo épocas de introspección (durante doce
años no dio entrevistas porque le daba asco el sistema de
medios), alguna vez
se definió como “una máquina de
hacerse prensa”. Siempre que puede, y puede
bastante,
lanza un comentario provocador, una chicana, un desafío
a ver si
alguien levanta el guante y se produce un debate
que lo coloque en el centro de
la escena o, al menos, en
la columna de algún suplemento cultural. Fogwill es
su
propio personaje. “Aplico el carácter teatral en todo lo
que es la
participación del artista (el escritor en mi caso)
en la comunicación”, me dice
antes de darle un sorbo a su
cortado. Con su estrategia, dice aprovechar una
época en
la que la comunicación se subordina al consumo, al
intercambio
económico. “En el caso de los imbéciles, los
efectos de esta subordinación
producen mucha más
hipocresía. Porque hay escritores que se creen
importantes
por viajar, por ganar una beca o ser jurados
de un concurso.” A corto plazo,
dice el escritor, esto
rinde muchos beneficios. “Pero, como alguien decía en un
blog: son gente que se cree arriba de un caballo, sin darse
cuenta de que está
sentada sobre un poni con sueño.”
Fogwill habla con ternura, piensa unos
segundos, repite:
sobre un poni con sueño. Y sonríe.
Fogwill lee blogs. Y no solo eso. Tiene un ejercicio
matutino que consiste en entrar a internet, ir a la página
de Google, tipear su
apellido y verificar el número de
menciones. Después, abre los links que cree
interesantes.
Hoy Fogwill aparece unas sesenta veces. “Es muchísimo”,
dice sin
ganas. En ocasiones contesta, pero no siempre.
Solamente cuando le entran ganas
de burlarse de los que
lo nombraron.
7.
–Disculpe. ¿Me dijo algo?
–No. Hablaba solo.
–¿Usted es Fogwill?
–Sí. Por eso hablo solo.
Fogwill se sumerge y nada, lento, hacia el otro extremo
de
la pileta.
Al rato, ambos descansamos en la parte menos profunda.
–¿Comiste un caramelo rojo? –dice.
–¿Eh?
–No importa…
–Comí un caramelo de frutilla –digo, sin entender cómo se
habrá dado cuenta.
–En el aire hay olor a acidulante de frutilla, o de
frambuesa –me dice–. Debe ser tu transpiración.
Fogwill se sumerge de nuevo. Nada unos largos y sale de
la
pileta.
Vuelvo a encontrarlo en el vestuario.
El hombre que nada canta a gritos una ópera en italiano.
Un pelado que se seca con una toalla rosa lo mira con
desconfianza. Hay olor a encierro, a cloro, a humedad.
Ruido del agua de las
duchas. El tipo que guarda los bolsos
detrás de un mostrador lo ignora. Seguro
debe conocerlo.
Fogwill me ve y comienza el soliloquio.
–Estaba pensando en algo que me hiciste acordar. Por lo
de
los olores. El otro día me estaba cogiendo una mina.
Una flaca, azafata. Le
estaba chupando la concha.
El pelado de la toalla rosa nos mira. El que guarda los
bolsos, ahora, también presta atención aunque discreto,
haciéndose el que no
escucha.
–En un momento, en medio del acto, le pregunto: ¿comiste
cilantro? La piba no entendía nada. No sabía qué era el
cilantro. Me dice que
no había cenado. Que por ir y venir,
por los viajes, solo había estado picando
boludeces. Vos
sabés lo que es el cilantro, ¿no?
Fogwill no espera mi respuesta.
Empiezo a reírme, y el pelado de la toalla rosa también se
ríe, y el tipo que guarda los bolsos detrás del mostrador
no puede disimular la
sonrisa.
Fogwill, en estado puro.
–¿Ves? Yo a una mina le chupo la concha y puedo decirte
qué
comió el día anterior.
Ahora el hombre que nada se ríe a carcajadas.
Días después, releo su cuento “La chica de tul de la mesa
de
enfrente”: descubro los personajes, el hincapié en los
olores. El fragmento:
“Beso largo. Tierno y sensual, sabor
a pepinos, café, torta de ciruela. Su
perfume era
delicado: fue necesario el beso para percibirlo a fondo. Y
todavía
lo recuerdo.”
8.
Sentado en la silla del bar Delicity, junto a la ventana que
da a la calle, Fogwill respira por la boca. Da grandes
bocanadas, igual que los
peces cuando los sacan del agua.
En el bolsillo derecho del pantalón lleva un
broncodilatador. Tiene un enfisema pulmonar y, por eso,
respira con dificultad.
Por eso, también, necesita nadar
dos kilómetros por día. Setenta y dos horas
sin ir a la
pileta le destrozan el sistema respiratorio. Si no va, dice,
hasta pierde
el olfato.
En el gimnasio, el hombre que nada prefiere caminar en la
cinta. Para no aburrirse lleva el iPod, y mientras hace
ejercicio escucha
poemas. De Eliot, Pessoa y de Borges
leídos por él mismo. Y los sonetos de
Shakespeare. Al
nadar, Fogwill se concentra en el sonido del agua.
Escucha y se
da cuenta de si está salpicando. Su objetivo
es hacer el largo en dieciocho
brazadas. A veces no
puede. Suele haber dos causas: le falta el aire o no le
responde el corazón.
El corazón no es lo único que a veces falla. Con la edad,
Fogwill también perdió la memoria espacial de corto
plazo. Si está sentado
frente a una mesa y pone el salero
a la derecha, y luego cierra los ojos y
quiere agarrarlo,
estira la mano hacia la izquierda. “El adelante se vuelve
atrás.
La derecha se vuelve izquierda. Es degradación
neurológica”, dice. Y, serio, no
descarta que la nicotina y
la droga hayan lesionado esa zona.
Fogwill se arrepiente de algunas cosas. Por ejemplo, del
tabaquismo. También de las horas perdidas. “Si pudiera
volver atrás, ni
probaría la cocaína. Pero, quién sabe, no
sería tal como soy, así que por las
dudas no voy a volver
para atrás.” Fogwill, quizá, producto de las drogas.
Fogwill, sobre todo, producto de sí mismo.
Durante los años previos y la dictadura militar, la cocaína
fue su anestesia para escapar al horror. Fogwill había sido
trotskista y temía
que lo hicieran desaparecer. Durante
meses, los militares tuvieron secuestrado
a un vecino suyo
a quien confundieron con él. “Vivía como anestesiado. Y
además,
la droga fue un estimulante para la
hiperactividad que tenía: gastaba miles de
dólares
mensuales en viajes de trabajo.” Lo dice con la voz
neutra, como si
todo esto le hubiese sucedido a otra
persona.
En ese estado, Fogwill escribía. Tiene textos, relatos,
pedazos de novelas redactados bajo los efectos de la
droga que, me dice, son
más o menos iguales a los que
producía sobrio. “Lo que pasa es que con la
cocaína yo
podía estar 48 horas sin dormir. Durante ese tiempo uno
conserva la
memoria del espacio en el que está
concentrado y no le importa absolutamente
nada.”
Fogwill se refiere a permanecer a salvo de los peligros de
afuera, como
el teléfono y lo demás. Y a esa acumulación
de concentración que, según él,
puede ser muy útil,
aunque a veces también puede llevarlo a uno a perder el
sentido crítico.
Ahora al hombre que nada le cuesta concentrarse. Nunca
tiene
más de una hora y media para escribir. Por los
horarios del club, los horarios
del trabajo, los de la
cocina, los de sus hijos: tiene cinco cuyas edades van
de
los diez a los cuarenta años. No es igual la relación con los
más chicos,
que se la pasan sacándole plata, que con el
mayor, que es rico, y al que, según
Fogwill, él le saca
plata.
A pesar de sus problemas físicos, Fogwill no le tiene miedo
a
la muerte: a su muerte. Me explica lo que se siente
durante un broncoespasmo.
Simula: abre grande los ojos y
la boca. Deja de respirar. Se le empieza a
enrojecer la
cara y me dice en voz baja: “El aire se vuelve vidrio. Lo
sentís
como sólido. No entra ni sale. Cualquier intento por
hacer fuerza con los
brazos, o piernas, cualquier consumo
de energía, incluso el angustiarte, te
aumenta el ritmo
cardíaco a una velocidad impresionante. Sentís que te vas
a
morir.” Le pasa dos o tres veces por año. La única
solución sería un
transplante de pulmón. Pero no es su
estilo. “No soportaría un cadáver adentro.
Ni el de Eva
Perón. Ni el de una chica de catorce años en la cama
entibiada
–dice con mirada cómplice–. No. Cadáveres no.
Por una cuestión ética.” El
hombre que nada se pone
serio.
–Si aceptamos los trasplantes, vamos a terminar
aceptando
los trasplantes involuntarios. Elegir el tipo
justo para tener su corazón, sus
pulmones o su hígado.
–¿Usted moriría por ética?
–Creo que sí. Sí. “La ética es la estética del porvenir”,
decía Lenin.
Se queda pensando unos segundos. Luego, sonríe, señala a
una
adolescente rubia que, en la esquina, está por cruzar
la calle y dice:
–Estética. Eso es estética.
9.
Un viernes a la noche, dos años y cinco meses después de
nuestro encuentro, entro al natatorio: Fogwill sumergido
en el segundo
andarivel. Estilo mariposa. Amplia brazada,
inmersión. Amplia brazada. Lleva
antiparras. La malla
negra. Debe estar concentrado en si salpica al sumergirse,
en el sonido del agua. El escritor que se oye sumergido, el
que pierde el
aliento cuando nada, como si recrease el
poema de Héctor Viel Témperley, uno de
sus poetas
preferidos, una y otra vez, con sus brazadas.
Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada.
Tuyo es mi cuerpo, que hasta en las más bajas
aguas de los arroyos
se sostiene vibrante,
como en medio del aire.
[...]
Soy el nadador, Señor, sólo el hombre que nada.
Gracias doy a tus aguas porque en ellas
mis brazos todavía
hacen ruido de alas.
El hombre que nada, tratando de conseguir aire,
resoplaba.
Fue la última vez que lo vi.