–Así es verdad –replicó don Quijote–, porque no fuera
acertado que los atavíos de la comedia fueran finos, sino
fingidos y aparentes,
como lo es la mesma comedia, con la
cual quiero, Sancho, que estés bien,
teniéndola en tu
gracia, y por el mismo consiguiente a los que las
representan
y a los que las componen, porque todos son
instrumentos de hacer un gran bien a
la república,
poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se
veen al vivo
las acciones de la vida humana, y ninguna
comparación hay que más al vivo nos
represente lo que
somos y lo que habemos de ser como la comedia y los
comediantes. Si no, dime: ¿no has visto tú representar
alguna comedia adonde se
introducen reyes, emperadores
y pontífices, caballeros, damas y otros diversos
personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, éste el
mercader, aquél el
soldado, otro el simple discreto, otro
el enamorado simple; y, acabada la
comedia y
desnudándose de los vestidos della, quedan todos los
recitantes
iguales.
–Sí he visto –respondió Sancho.
–Pues lo mesmo –dijo don Quijote– acontece en la comedia
y
trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores,
otros los pontífices, y,
finalmente, todas cuantas figuras
se pueden introducir en una comedia; pero, en
llegando al
fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la
muerte
las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales
en la sepultura.
–¡Brava comparación! –dijo Sancho–, aunque no tan nueva
que
yo no la haya oído muchas y diversas veces, como
aquella del juego del ajedrez,
que, mientras dura el
juego, cada pieza tiene su particular oficio; y, en
acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan,
y dan con ellas en una
bolsa, que es como dar con la vida
en la sepultura.
–Cada día, Sancho –dijo don Quijote–, te vas haciendo
menos
simple y más discreto.
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