La ventana de mis ojos

Espacio de una memoria desajustada.


05 febrero, 2014

Y Dios creó el cielo y la tierra...




¿Qué ocurre?

— Acaban de robarme una boquilla de ámbar que tenía 
sobre la mesa.

— ¿Conoces al ladrón?

— Debió de ser uno que me refirió hace poco la mar de 
desventuras y terminó por pedirme una limosna.

— ¿Se la diste?

— No; no me inspiran lástima hombres que pordiosean 
pudiendo vivir de su trabajo.

— ¿Sabes que lo tiene?

— Se quejó de no haber encontrado hace tiempo en qué 
emplear sus fuerzas. ¿Vas a creerle?

— ¿Por qué no? Están llenas las calles de jornaleros que 
huelgan.

— Los malos.

— Y los buenos. La crisis es grande. No se edifica y 
sobran millones de brazos.

— La crisis no autoriza el hurto.

— No lo autoriza, pero exige de la sociedad que socorra 
al que muere de hambre. Se estremece la tierra y vienen 
a ruina casas y pueblos; saltan de sus márgenes los ríos 
e inundan los valles.
Suena al punto un clamoreo general por que se corra en 
ayuda de los que padecieron por la inundación o el 
terremoto. ¿Por qué ha de permanecer muda la sociedad 
ante los dolores de los que sufren, en apagados hogares 
y míseros tugurios, las consecuencias de crisis que no 
provocaron?

— Tratas en vano de disculpar el hurto; consentirlo es ya 
un crimen. No puede blasonar de cultura la nación 
donde la confianza falta y la propiedad peligra.

— ¿Qué harás entonces con tu presunto hurtador?

— No haré; hice, mandé que le detuvieran y le llevarán a 
los tribunales.

—  ¡Por una boquilla de ámbar! ¿Y si resulta inocente?

— No a mí, sino al tribunal corresponde averiguarlo.

— ¿Y te crees hombre de conciencia? Reflexiona sobre el 
mal que hiciste. Has llevado la perturbación, la zozobra 
y la amar-gura al seno de una familia. Has impreso en la 
frente del acusado y de sus hijos una mancha indeleble. 
Puso el Dios de la Biblia un signo en Caín para que no 
le matasen; pone la justicia un signo peor en los que 
caen bajo su férula. Será inútil que se los manumita; los 
nublará eternamente la sospecha y los apartará de los 
otros hombres. ¡Ay de él y de los suyos si por falta de 
fiador entra en la cárcel! Mantenía él la lumbre del hogar, 
bien trabajando, bien pordioseando; deberán ahora los 
hijos ir mendigando para su padre y recibirán en no 
pocas puertas ultrajes por dádivas. Quisiste castigar al 
que supones ladrón y sin saberlo ni quererlo 
descargaste la mano en seres que ningún mal te 
hicieron.

— ¿Debo, pues, consentir que me roben?

— Te diré lo que Cristo respecto a la mujer adúltera: 
castiga al que te robó si te consideras exento de pecado.

— ¡Cómo! ¡Cómo!

— Ves la paja en el ojo ajeno y no la viga en el tuyo.

— ¿Me llamas ladrón?

— Ejerciste un tiempo la abogacía. ¿Estás seguro de 
haber proporcionado siempre tus derechos a tu trabajo? 
Eres hoy labrador: ¿vendes los frutos de tu labranza por 
lo que cuestan?

— ¡Me ofendes! Nada tomé ni tomo contra la voluntad de 
su dueño.

— Lo tomaste ayer aprovechándote de la ignorancia de 
tus clientes y lo tomas hoy aprovechándote de la 
necesidad de tus compradores, como ese desdichado 
tomó la boquilla de ámbar aprovechándose de tu 
descuido.

— No castiga ni limita ley alguna los hechos de que me 
acusas.

— Tienes razón: la ley no castiga al que hurta sino al que 
hurta o defrauda sin arte.

— Eres atrabiliario como ninguno. —¿Quién, a tu juicio, 
podrá decirse exento de pecado?

— Nadie; lo impide la actual organización económica. 
Para los hurtadores sin arte bastan los presidios; para 
los hurtadores con arte, no basta el mundo.









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