¿Qué ocurre?
— Acaban de robarme una boquilla de ámbar que tenía
sobre
la mesa.
— ¿Conoces al ladrón?
— Debió de ser uno que me refirió hace poco la mar de
desventuras y terminó por pedirme una limosna.
— ¿Se la diste?
— No; no me inspiran lástima hombres que pordiosean
pudiendo vivir de su trabajo.
— ¿Sabes que lo tiene?
— Se quejó de no haber encontrado hace tiempo en qué
emplear sus fuerzas. ¿Vas a creerle?
— ¿Por qué no? Están llenas las calles de jornaleros que
huelgan.
— Los malos.
— Y los buenos. La crisis es grande. No se edifica y
sobran millones de brazos.
— La crisis no autoriza el hurto.
— No lo autoriza, pero exige de la sociedad que socorra
al
que muere de hambre. Se estremece la tierra y vienen
a ruina casas y pueblos;
saltan de sus márgenes los ríos
e inundan los valles.
Suena al punto un clamoreo general por que se corra en
ayuda de los que padecieron por la inundación o el
terremoto. ¿Por qué ha de
permanecer muda la sociedad
ante los dolores de los que sufren, en apagados
hogares
y míseros tugurios, las consecuencias de crisis que no
provocaron?
— Tratas en vano de disculpar el hurto; consentirlo es ya
un crimen. No puede blasonar de cultura la nación
donde la confianza falta y
la propiedad peligra.
— ¿Qué harás entonces con tu presunto hurtador?
— No haré; hice, mandé que le detuvieran y le llevarán a
los tribunales.
— ¡Por una boquilla de ámbar! ¿Y si resulta inocente?
— No a mí, sino al tribunal corresponde averiguarlo.
— ¿Y te crees hombre de conciencia? Reflexiona sobre el
mal que hiciste. Has llevado la perturbación, la zozobra
y la amar-gura al seno
de una familia. Has impreso en la
frente del acusado y de sus hijos una mancha
indeleble.
Puso el Dios de la Biblia un signo en Caín para que no
le matasen;
pone la justicia un signo peor en los que
caen bajo su férula. Será inútil que
se los manumita; los
nublará eternamente la sospecha y los apartará de los
otros hombres. ¡Ay de él y de los suyos si por falta de
fiador entra en la
cárcel! Mantenía él la lumbre del hogar,
bien trabajando, bien pordioseando;
deberán ahora los
hijos ir mendigando para su padre y recibirán en no
pocas
puertas ultrajes por dádivas. Quisiste castigar al
que supones ladrón y sin
saberlo ni quererlo
descargaste la mano en seres que ningún mal te
hicieron.
— ¿Debo, pues, consentir que me roben?
— Te diré lo que Cristo respecto a la mujer adúltera:
castiga al que te robó si te consideras exento de pecado.
— ¡Cómo! ¡Cómo!
— Ves la paja en el ojo ajeno y no la viga en el tuyo.
— ¿Me llamas ladrón?
— Ejerciste un tiempo la abogacía. ¿Estás seguro de
haber
proporcionado siempre tus derechos a tu trabajo?
Eres hoy labrador: ¿vendes los
frutos de tu labranza por
lo que cuestan?
— ¡Me ofendes! Nada tomé ni tomo contra la voluntad de
su
dueño.
— Lo tomaste ayer aprovechándote de la ignorancia de
tus
clientes y lo tomas hoy aprovechándote de la
necesidad de tus compradores, como
ese desdichado
tomó la boquilla de ámbar aprovechándose de tu
descuido.
— No castiga ni limita ley alguna los hechos de que me
acusas.
— Tienes razón: la ley no castiga al que hurta sino al que
hurta o defrauda sin arte.
— Eres atrabiliario como ninguno. —¿Quién, a tu juicio,
podrá decirse exento de pecado?
— Nadie; lo impide la actual organización económica.
Para
los hurtadores sin arte bastan los presidios; para
los hurtadores con arte, no
basta el mundo.