La ventana de mis ojos

Espacio de una memoria desajustada.


08 enero, 2013

Rapsodia para un Tic tac silencioso




En una de las paredes de mi cuarto hay colgado un 
hermoso reloj antiguo que ya no funciona. Sus 
manecillas, detenidas casi desde siempre, señalan 
imperturbables la misma hora: las siete en punto.

Casi siempre, el reloj es sólo un inútil adorno sobre una 
blanquecina y vacía pared. Sin embargo, hay dos 
momentos durante el día, dos fugaces instantes, en que 
el viejo reloj parece resurgir de sus cenizas como un 
ave fénix.

Cuando todos los relojes de la cuidad en sus 
enloquecidos andares, marcan las siete, y los cucús y los 
gons de las máquinas hacen sonar siete veces su 
repetido canto, el viejo reloj de mi habitación parece 
cobrar vida. Dos veces al día, por la mañana y por la 
noche, el reloj se siente en completa armonía con el 
resto del universo.

Si alguien mirar el reloj solamente en esos dos 
momentos, diría que funciona a la perfección…Pero, 
pasado ese instante, cuando los demás relojes acallan su 
canto y las manecillas continúan su monótono camino, 
mi viejo reloj pierde su paso y permanece fiel a aquella 
hora que alguna vez detuvo su andar.
Y yo amo ese reloj. Y cuento más hablo de él, más lo 
amo, porque cada vez siento que me parezco más a él.

También yo estoy detenido en el tiempo. También yo 
me siento clavado e inmóvil. También yo soy, de alguna 
manera, un adorno inútil en una pared vacía.

Pero disfruto también de fugaces momentos en que, 
misteriosamente, llega mi hora.
Durante ese tiempo siento que estoy vivo. Todo está 
claro y el mundo se vuelve maravilloso. Puedo crear, 
soñar, volar, decir y sentir más cosas en esos instantes 
que en todo el resto del tiempo. Estas conjugaciones 
armónicas se dan y se repiten una y otra vez, como una 
secuencia inexorable.

La primera vez que lo sentí, traté de aferrarme a ese 
instante creyendo que podría hacerlo durar para 
siempre. Pero no fue así. Como a mi amigo el reloj, 
también a mí se me escapa el tiempo de los demás.

Pasados esos momentos, los demás relojes, que anidan 
en otros hombres, continúan su giro, y yo vuelvo a mi 
rutinaria muerte estática, a mi trabajo, a mis charlas de 
café, a mi aburrido andar que acostumbro a llamar vida.

Pero sé que la vida es otra cosa.
Yo sé que la vida, la de verdad, es la suma de aquellos 
momentos que aunque fugaces, nos permiten percibir la 
sintonía con el universo.
Casi todo el mundo, pobre, cree que vive.

Sólo hay momentos de plenitud, y aquellos que no lo 
sepan e insistan en querer vivir para siempre, quedarán 
condenados al mundo del gris y repetitivo andar de la 
cotidianeidad.

Por eso te amo, viejo reloj. Porque somos la misma cosa 
tú…y yo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario