Soñemos, alma, soñemos
Aprendamos, con lento estudio, a conocer lo que está
muerto
y lo que está vivo en el alma nuestra, en el alma
española. Aprendámoslo
aplicando el oído al palpitar de
estos enojos que reclaman justicia, equidad,
orden, medios
de existencia. Apliquemos todos los sentidos a la
observación de
los estímulos que apenas nacen se
convierten en fuerzas, de los desconsuelos
que derivan
lentamente hacia la esperanza, de la gestación que actúa
en los
senos del arte, de la industria, de la ciencia...
Observemos cómo el
pensamiento trata de buscar los
resortes rudimentarios de la acción, y cómo la
acción
tantea su primer gesto, su primer paso.
Al examinar lo que caducó y lo que germina en el alma
nuestra, observemos la triste ventaja que da la tradición a
las ideas y formas
de la vieja España. Las diputamos
muertas, y vemos que no acaban de morirse.
Las
enterramos y se escapan de sus mal cerradas tumbas.
Cuando menos se piensa,
salen por ahí cadáveres que nos
increpan con voz estertorosa, y arremeten con
brío y dureza
de huesos sin carne contra todo lo que vive, contra lo que
quiere
vivir: defendámonos. Respetando lo que la tradición
tenga de respetable,
rechacemos el espíritu mortuorio que
en buena parte de la Nación prevalece aún,
«dilettantismo»
del morir y de toda destrucción. Tengamos propósito firme
de
adquirir vida robusta y de creer con todo el vigor y salud
que podamos.
Declaremos que es innoble y fea cosa el vivir
con media vida, y procuremos
arrojar del alma todo resabio
ascético. Ninguna falta nos hacen sufrimientos ni
martirios
que no vengan de la Naturaleza por ley superior a nuestra
voluntad.
Lo primero que tiene que hacer el alma remozada
es penetrarse bien de la
necesidad de evitar a su cuerpo los
enflaquecimientos y desmayos producidos por
ayunos
voluntarios o forzosos. Detestamos el frío y la desnudez;
anhelamos el
bienestar, el cómodo arreglo de todas
nuestras horas, así las de faena como las
de descanso.
Creemos que la pobreza es un mal y una injusticia, y la
combatiremos dentro de la estricta ley del «tuyo y mío».
Trabajaremos
metódicamente con el despabilado
pensamiento, o con las manos hábiles, atentos
siempre a
que esta pacienzuda labor nos lleve a poseer cuanto es
necesario para
una vida modesta y feliz, con todo lo que la
sostiene y vigoriza, con todo lo
que la recrea y embellece.
Opongamos briosamente este propósito al furor de los
ministros de la muerte nacional, y declaremos que no nos
matarán aunque
descarguen sobre nuestras cabezas los más
fieros golpes; que no nos acabará
tampoco el desprecio
asfixiante; que no habrá malicia que nos inutilice no rayo
que nos parta. De todas las especies de muerte que traiga
contra nosotros el
amojamado esperpento de las viejas
rutinas, resucitaremos.
El pesimismo que la España caduca nos predica para
prepararnos a un deshonroso morir, ha generalizado una
idea falsa. La
catástrofe del 98 sugiere a muchos la idea de
un inmenso bajón de la raza y de
su energía. No hay tal
bajón ni cosa que lo valga. Mirando un poco hacia lo
pasado, veremos que, con catástrofe o sin ella, los últimos
cincuenta años del
siglo anterior marcan un progreso de
incalculable significación, progreso
puramente espiritual
escondido en la vaguedad de las costumbres. Después del 54
y del 68, consumadas las revoluciones que sólo alteraban la
superficie de las
cosas, el ser doméstico, digámoslo así, de
nuestra raza, pobre y ociosa, sin
trabajo interior ni política
internacional, se caracterizaba por la delegación
de toda
vitalidad en manos del Estado. El Estado hacía y deshacía la
existencia
general. La sociedad descansaba en él para el
sostenimiento de su consistencia
orgánica, y el individuo le
pedía la nutrición, el hogar y hasta la luz. Las
clases más
ilustradas reclamaban y obtenían el socorro del sueldo.
Había dos
noblezas, la de los pergaminos y la de los
expedientes, y los puestos más altos
de la burocracia se
asimilaban a la grandeza de España. Un socialismo bastardo
ponía en manos del Estado la distribución de la sopa y los
garbanzos del pobre,
de los manjares trufados del rico. Al
olor de aquella sopa y de los buenos
guisos acudía la
juventud dorada, la plateada y la de cobre... Pues de
entonces
acá, en el lento correr de los días de la Revolución
de Septiembre, del reinado
de D. Amadeo, de la efímera
República, de la Restauración y Regencia, se ha
determinado una transformación radical, que ya vieron los
despabilados, y ahora
empiezan a ver los ciegos. Va siendo
general la idea de que se puede vivir sin
abonarse por medio
de una credencial a los comederos del Estado: de éste se
espera muy poco en el sentido de abrir caminos anchos y
nuevos a los negocios,
a la industria y a las artes. El país se
ha mirado en el espejo de su
conciencia, horrorizándose de
verse compuesto de un rebaño de analfabetos
conducido a
la miseria por otro rebaño de abogados. Del Estado se
espera cada
día menos; cada día más del esfuerzo de las
colectividades, de la perseverancia
y agudeza del individuo.
Detrás, o más bien debajo de la vida entera del
Estado,
alienta otra vida que remusga y crece, y adquiere savia en
las capas
internas. En cincuenta años, es incalculable el
número de los que han aprendido
a subsistir sin acercar sus
labios a las que un tiempo fueron lozanas ubres, y
hoy
cuelgan flácidas: los españoles han crecido; comen, ya no
maman. Aceptamos
al Estado como administrador de lo
nuestro, como regulador de la vida de
relación; ya no lo
queremos como principio vital, ni como fondista y
posadero,
ni menos como nodriza. ¿No es esto un gran
progreso, el mayor que puede
imaginarse?
Debajo de esta corteza del mundo oficial, en la cual
campan
y camparán por mucho tiempo figuras de pura,
quizás necesaria representación, y
la comparsa vistosa de
políticos profesionales, existe una capa viva, en
ignición
creciente, que es el ser de la nación, realzado, con débil
empuje
todavía, por la virtud de sus propios intentos y
ambiciones, vida inicial,
rudimentaria, pero con un poder
de crecimiento que pasma. Un día y otro la
vemos tirar
hacia arriba, dejando asomar por diferentes partes la
variedad y
hermosura de sus formas recién creadas. Entre
estas formas podemos señalar las
más próximas: el esfuerzo
de la ciencia agrícola para sobreponerse a las
prácticas
rutinarias, la flamante industria en pequeñas y grandes
manifestaciones, el arte que pretende acomodar las formas
arcaicas al pensar
amplio y al sentir generoso; señalamos
también las más lejanas, que son la
libre conciencia, el
respeto, la disciplina, el orden mismo, la vieja espada
que
los tiempos pasados legan a los futuros. No quiera Dios que
esta capa de
formación nueva en parte somera, en parte
profunda, suba por súbita erupción.
Subirá por alzamientos
parciales y consecutivos del terreno, sin sacudidas
violentas, para subsistuir al suelo polvoroso y resquebrajado
en que tiene su
secular asiento en nuestro país.
Entre lo mucho que nos traen las nuevas formaciones de
terreno, descuellan dos aspiraciones grandes, que han de
ser las primeras que
busquen la encarnación de la realidad.
Necesitamos instrucción para nuestros
entendimientos, y
agua para nuestros campos. La superficie de esta porción de
Europa que habitamos no es bella en todas sus partes, y es
necesario que lo sea.
Estimulan al amor las gracias y el
sonrosado color de un rostro bello. No es
fácil que amemos
a una patria que nos muestra su cuerpo y semblante
cubiertos
de lacras lastimosas, y afeados por la sequedad y
aspereza de la epidermis. Una
nación europea no puede
ofrecer a las miradas del mundo, en pleno siglo XX, el
espectáculo de las estepas desnudas que dan idea de la
ancianidad trémula,
pecosa y cubierta de harapos. Preciso
es desencantar el viejo terruño, dándole
con las aguas
corrientes, la frescura, amenidad y alegría de la juventud:
preciso es vivificar al tierra, dándole sangre y alma, y
vistiéndola de las
naturales galas de la agricultura. No
queremos nada que sea imagen del yermo
solitario, ni
tristeza ni sequedad de calaveras mondas. En nombre del
bienestar
público y de la belleza, inundemos las estepas
áridas. No queremos fealdad en
ninguna parte, sino
hermosura que nos enamore de nuestros campos, para que
en
ellos podamos vivir y gozar de cuanto da la Naturaleza:
lozanos plantíos,
risueños bosques, deliciosas alquerías,
donde hallemos el ejercicio sano y la
paz del alma. Un país
reconcentrado en poblaciones oscuras y pestilentes, es un
enfermo de congestión crónica. La vida se estanca, la
sangre no circula, y el
tedio urbano, grave dolencia,
estimula todos los vicios.
Como el agua a los campos, es necesaria la educación a
nuestros secos y endurecidos entendimientos. Han dicho
que no deseamos
instruirnos, puesto que no pedimos la
instrucción con el ansia del hambriento
que quiere pan. La
instrucción no se pide de otro modo que por la voz, o mejor,
por los signos de la ignorancia. El ignorante es un niño, y el
niño no pide más
que el pecho, si es chiquitín, o los
juguetes, si es grandullón. Aguardar, para
la educación de
la criatura, a que esta diga «llévenme a la escuela que
tengo
muchas ganas de ser sabio», es fiar nuestros planes a
la infinita pachorra de
la Eternidad. Si así lo hiciéramos
demostraríamos que los grandes somos tan
cerriles como los pequeños.
Procuremos grandes y chicos instruirnos y civilizarnos,
persiguiendo las tinieblas que el que menos y el que más
llevan dentro de su
caletre. El cerebro español necesita más
que otro alguno de limpiones enérgicos
para que no quede
huella de las negruras heredadas o adquiridas en la infancia.
Y al paso que nos instruimos, cuidémonos mucho de no ser
presumidos ni
envidiosos, que el orgullo y el desagrado del
bien ajeno son dos feísimas
excrecencias adheridas a
nuestro ser, que piden un formidable esfuerzo para ser
arrancadas y arrojadas al fuego como yerba dañosa. La
presunción es cosa muy
mala, pero todavía que el desprecio
de nosotros mismos, cuando nos da por creer
que somos
unos bárbaros incapaces de benignos sentimientos, de
cultura y de
vivir en paz unos con otros. Ni esto sirve para
nada, ni menos el suponernos
únicos poseedores de la
verdad, y los más bonitos, los más agudos que en el
mundo
existen. El odioso remate de estos defectos es la pálida
envidia, que nos
priva del goce de admirar al que por su
ingenio, por su perseverancia o por otra
virtud está más
alto que nosotros. Seamos modestos, y aprendamos a no
estirar
la pierna de nuestras iniciativas más allá de lo que
alcanza la sábana de
nuestras facultades. Hagamos cada
cual, dentro de la propia esfera, lo que
sepamos y podamos:
el que pueda mucho, mucho; poquito el que poquito pueda,
y
el que no pueda nada, o casi nada, estése callado y
circunspecto viendo la
labor de los demás.
Acostumbrémonos a rematar cumplidamente, con plena
conciencia, todo lo que emprendamos; no dejemos a medias
lo que reclama el
acabamiento de todas sus partes para ser
un conjunto orgánico, lógico, eficaz,
y conservémonos
dentro de la esfera propia, aunque sea de las secundarias,
sin
intentar colarnos en las superiores, que ya tienen sus
legítimos ocupantes.
Cada cual en su puesto, cada cual en
su obligación, con el propósito de
cumplirla estrictamente,
será la redención única y posible, poniendo sobre
todo, el
anhelo, la convicción firme de un vivir honrado y dichoso,
en perfecta
concordancia con el bienestar y la honradez de
los demás.
¿Es esto soñar? ¡Desgraciado el pueblo que no tiene algún
ensueño constitutivo y crónico, norma para la realidad,
jalón plantado en las
lejanías de su camino!